“Yo soy muy exigente, conmigo mismo y
con los demás….!”.
Quien se expresa así suele hacerlo en un tono de orgullo y
satisfacción como si estuviera diciendo implícitamente: “Yo valoro la
excelencia y esa es mi meta, para mí mismo y para con los demás”.
Esto significa que le atribuye a la exigencia la cualidad de
ser el camino y la garantía de la excelencia.
La creencia sobre la que se apoya este tipo de afirmación es:
a) Si
realmente quiere lograr la excelencia, entonces debe ser exigente.
Y también su contrapartida:
b) Si es exigente, entonces su resultado será obtener excelencia.
b) Si es exigente, entonces su resultado será obtener excelencia.
Pero ¿es realmente así? ¿Es la exigencia un rasgo que merece
ser alentado en tanto actúa moviendo a la persona hacia la excelencia, o, por
el contrario, se trata de una actitud inadecuada que tortura a quien la padece
y no produce la excelencia que aspira a promover?
El propósito de estas reflexiones es precisamente intentar
aclarar esa incógnita y presentar un análisis de la estructura de la exigencia
y sus implicaciones.
ESTRUCTURA DE LA EXIGENCIA
En realidad la exigencia es el nombre de una calidad de
relación: la que existe entre un exigidor y un exigido. Utilizo el término “exigidor” para describir mejor su calidad de
agente activo de ese vínculo, pero la palabra que define habitualmente ese
papel es “exigente”. De modo que exigente y exigidor son presentados como
sinónimos y se utilizaran indistintamente.
PROTAGONISTAS
La estructura de la exigencia está constituida por tres
protagonistas. Dos ya han sido mencionados: el exigidor y el exigido.
El tercer componente está implícito en ese vínculo, pero vale
la pena hacerlo explícito para comprender mejor la dinámica de esa relación, y
es la meta que el exigente le demanda alcanzar al exigido.
Relación exigente- exigido
Una de las características más notables de este vinculo es
que el exigidor no suele darse cuenta del modo en que trata al exigido y, en
especial (y esto es tal vez lo más importante) del efecto que produce en el
aspecto exigido el trato que le brinda.
El aspecto exigente no lo advierte porque su percepción está
completamente tomada por la meta, es decir, todo lo que él registra es que hay
que alcanzarla, que “hay que llegar allá como sea”. El estado en que se
encuentra el realizador, quien es, en última instancia, el encargado de hacerla
efectiva, no es percibido por el exigidor.
Una sencilla metáfora que ilustra esta relación es la del
jinete y el caballo. El aspecto exigente es como el jinete que quiere llegar
hasta la colina que le atrae y que se encuentra a unos kilómetros de distancia.
Se siente tan atraído por esa meta que deja de percibir a su caballo (que
representa aquí el papel de exigido). El jinete no mira si este tiene hambre o
sed o está cansado.
Inicia su galope dando por sentado que su caballo se halla en
condiciones de llegar y que solo está esperando sus indicaciones para hacerlo.
El exigente cree que para poder alcanzar un resultado basta
con desearlo intensamente y demandar con fuerza al encargado de realizarlo para
que efectivamente lo logre. Es lo que suele llamarse “voluntarismo”.
La frase que mejor resume “Querer es poder”. Esta conclusión
está muy difundida en nuestra cultura y llega a tal punto la confusión
existente en torno a ella que algunas corrientes psicológicas instan a las
personas a que reconozcan que si no consiguen algo o es porque no pueden sino porque no
quieren.
Ante tal confusión puede resultar útil examinar
detalladamente cuales son las diferencias entre querer y poder.
Querer es equivalente al combustible del motor de un
automóvil. El poder es como el resto de las piezas de dicho coche que permiten
transformar la energía del combustible en movimiento.
En el caso del vehículo la diferencia puede percibirse con
mucha claridad pero para hacer más evidente aún el error del aspecto exigente,
es como se esté creyera que es suficiente con llenar el depósito de gasolina y
sentarse al volante para poder desplazarse.
Ámbitos de invalidez de
la exigencia
La mayor parte de las creencias, equivocadas suelen ser el
resultado de una generalización de ciertas características que tiene validez en
ámbitos acotados. Veamos en este caso qué áreas funciona el “querer es poder”.
Si deseo extender mi brazo, volver la cabeza o pestañear,
etc., etc., solo bastará con que me lo proponga y la orden mental estimulará a tal
fin los músculos adecuados. Estamos tan habituados a ese tipo de secuencia que
evaluamos que para los movimientos musculares “querer es poder”. Y en cierto
sentido es así, pues de acuerdo con nuestra experiencia basta con que nos lo
propongamos para lograr hacerlo. Estamos tan acostumbrados a que ocurra de ese
modo que nos parece algo natural, siempre presente, que “viene con uno”. Lo que
necesitamos recordar es que podemos volver la cabeza, por ejemplo, porque
contamos con el equipo que lo posibilita. Basta con que exista alguna
disfunción neurológica o cualquier alteración en la zona del cuello para que no
podamos hacerlo, y nos recuerde, a veces dolorosa y dramáticamente, este otro
componente de la realidad.
Ámbitos donde la
exigencia no funciona
Para comprender mejor los errores de la exigencia
presentaremos una breve recapitulación de las ideas centrales de este trabajo.
En toda actividad, por más sencilla que sea, existe un programador y un
realizador: el programador es quien diseña y coordina la acción. En la metáfora
jinete-caballo es el jinete quien dice dónde ir y cómo hacerlo. El realizador,
como su nombre lo indica, es el encargado de llevar a cabo la acción
encomendada. En la metáfora jinete-caballo está representado por el caballo,
que transforma en movimiento las instrucciones del jinete.
Existen además de esta, otras metáforas que ilustran esa
sociedad fundamental que es la relación programador- realizador.
Veamos algunas de ellas:
El arquitecto- el obrero
El entrenador- el jugador.
El jefe- el empleado.
El oficial- el soldado.
El padre- el hijo.
Como puede comprobarse, en todos los ejemplos existe un papel
de estratega que dice qué y cómo hacer determinada cosa y otro de realizador
que lleva a cabo la tarea encomendada.
Como puede comprobarse, en todos los ejemplos existe un papel
de estratega que dice qué y cómo hacer determinada cosa y otro de realizador
que lleva a cabo la tarea encomendada.
La relación exigente-exigido es una forma particular de la relación
programador- realizador, y el aspecto exigente expresa un modo inmaduro y
disfuncional del papel de programador.
Los rasgos, que caracterizan al aspecto exigente son: a)
tiene una meta, quiere alcanzarla y da por sentado que su propósito es legítimo
y adecuado; b) por lo tanto cree que no es necesario consultar al realizador
acerca de si comparte o no esa meta. Es decir, él se siente amo y percibe al
realizador como su esclavo, como alguien sin derecho a tener vida propia y cuya
función es estar siempre en condiciones de cumplir las órdenes que él da, y c)
cree que el realizador alcance la meta que le exige es suficiente con que se lo
demande imperiosamente.
Exigir y proponer
El hecho de exigir, como el de “dar órdenes” o “demandar
imperiosamente”, se caracteriza por excluir el “no” como posibilidad legitima
de respuesta. Si digo “te exijo que vengas de inmediato”, estoy diciéndole, implícitamente,
a mi interlocutor, que su respuesta debe
ser “si o si” en todo caso de que no lo haga y la contestación sea negativa, ya
estará iniciando una confrontación de oposición conmigo.
“Proponer”, al igual que “pedir” o “preguntar”, en cambio
señalan que le reconozco a mi interlocutor el derecho a decir “no”, y que el
diálogo continuará, si esa fuera su respuesta, sin la cualidad de desobediencia
o antagonismo.
Cuando el aspecto exigido no tiene la claridad ni la fuerza
suficientes para oponerse y decir “no” a la demanda del exigente, se produce en
él la respuesta de sometimiento superficial y de resentimiento profundo que,
inevitablemente, se manifestará, de forma sutil al comienzo y, si no lo
resuelve, de un modo cada vez más ostensible y explosivo.
La excelencia tiene un polo objetivo y otro subjetivo. El primero
se refiere a la obra en sí y el segundo a la actitud que pone en juego quien
realiza la obra. Nos referimos ahora al polo subjetivo, a la actitud que tiende
hacia la excelencia.
Podríamos definir dicha actitud como el cuidado y el interés en
hacer las cosas del mejor modo posible.
¿Es la exigencia un camino idóneo para alcanzar la
excelencia? , parafraseando el dicho popular acerca de la caridad: "la
excelencia bien entendida comienza por casa".
La casa más íntima es la propia individualidad, y ¿Cómo es la relación exigente-exigido interior? En dicha relación no hay por cierto, excelencia, pues si bien puede producir momentos de alto rendimiento, esos momentos no se autosostienen ni se retroalimentan. Esto es así porque los protagonistas del vínculo exigente-exigido no experimentan una relación en la que haya bienestar, aprendizaje ni crecimiento.
Otro efecto nocivo de este tipo de relación que se produce en el exigido una división excluyente entre la excelencia y el disfrute. "Qué placer poder no hacer nada... pero tengo que hacer este trabajo bien". Como consecuencia del maltrato del exigente, en el aspecto exigido queda la imagen del bienestar asociada al no hacer nada y la excelencia al penoso sobreesfuerzo obligado. Se pierde entonces la alegría de la excelencia.
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